Las primeras declaraciones públicas de Donald Trump como presidente electo de los Estados Unidos han sembrado de preocupación al mundo, también a Europa, al airear sus aspiraciones expansionistas. Tal exposición en una rueda de prensa, aunque haya sido hecha sin desarrollarlas conceptualmente al modo de una bravata, ha sido vista como la asunción por parte de Trump del imperialismo norteamericano, que tuvo su carta de nacimiento en 1898 en una guerra precisamente contra España, y su punto álgido tras la Segunda Guerra Mundial, singlando todo el siglo XX con escasísimas excepciones, como por ejemplo la presidencia de Jimmy Carter. Sin embargo, tal imperialismo contrasta con la primera presidencia del propio Trump, en la que también estuvo presente el principio contrario, el aislacionismo norteamericano, que también había tenido sus momentos preponderantes a lo largo del novecientos.
Parecería, pues, que hemos pasado del Trump aislacionista al Trump imperialista, que, de una manera fanfarrona, asegura que él solucionará en un día la Guerra de Ucrania y amenaza con convertir a Oriente Próximo en un infierno (más aún) si los palestinos no se pliegan totalmente a los intereses israelíes. Sin embargo, si solo se tratara de baladronadas, podríamos seguir admitiendo que el expansionismo anunciado permanece dentro del concepto aislacionista. No en vano, este último está basado en la doctrina Monroe, de 1823, que se fundamenta en un principio bastante simplista, muy propio de populistas: la no intervención de Europa en los asuntos americanos; resumido en el eslogan de “América para los americanos”.
Para dilucidar, pues, si estamos en una nueva fase, claramente imperialista, conviene analizar lo dicho por Trump en su residencia de Mar-a-Lago. Allí, a preguntas de un periodista, sobre si contemplaba una intervención militar par anexionar Canadá, el presidente electo descartó tal posibilidad, pero aseguró que podría hacer uso de otra fuerza, la económica, con el objetivo de suprimir la actual frontera que separa ambos países. Obviamente, tal afirmación, que implicaría que Canadá se convirtiera en el 51 estado de los Estados Unidos, no ha dejado de ocasionar incertidumbre y también oposición en el país norteño, pero no por ello se saldría de la doctrina Monroe, del aislacionismo. No en balde, el jefe de Estado de Canadá sigue siendo el rey de Inglaterra, hoy en día Carlos III. Y aquí conviene recordar que el Reino Unido abandonó la Unión Europea en 2020, en un movimiento que alentó Trump en su primera presidencia.
El expansionismo anunciado por Trump tenía otros dos objetivos, estos sí claramente amenazados por una invasión mediante la fuerza militar: Groenlandia y el canal de Panamá. La primera, sí que pertenece a un país de la Unión Europea, en concreto a Dinamarca desde hace más de un milenio, pero se trata de una isla situada geográficamente mucho más cerca del continente americano que del europeo, hasta el punto que difícilmente se puede negar que sea una isla americana. El segundo, supone una vuelta de Estados Unidos al canal de Panamá, desde que en 1914 se hizo con él, después de conseguir años antes separar ese territorio de Colombia y crear un nuevo Estado, llamado Panamá. La zona del canal dominada por Estados Unidos acabó en 1979, cuando Jimmy Carter restituyó a Panamá su control. La razón aducida por Trump ahora para pretender justificar la vuelta es que, en su opinión, quien domina económicamente hoy en día el canal es China. De ahí, que una invocación a la doctrina Monroe tendría su sentido.
Independientemente de todo ello, si debemos hablar de imperialismo o de aislacionismo, lo que no se puede negar es que en los tres casos (Canadá, Groenlandia y canal de Panamá) se trataría simple y llanamente de expansionismo estadounidense, tampoco muy alejado del que reclamaba Hitler en los años treinta para Alemania, origen de la Segunda Guerra Mundial, con una salvedad: Trump aduce motivos económicos, mientras que el dictador alemán lo hacía por criterios étnicos.
En cualquier caso, la peligrosidad de dicho expansionismo, aunque de momento solo sea anunciado, reside en que acaba con el principio de la inviolabilidad de las fronteras, lo que puede alentar más a Rusia en sus expediciones bélicas, más allá de Ucrania, y a China en Taiwán. Si el todavía país hegemónico en el mundo, Estados Unidos, se salta el principio que garantiza la estabilidad de los Estados existentes, ¿por qué razón China no puede emprender a su vez una expansión territorial y Rusia consolidar sus conquistas en Ucrania y aspirar a otras sobre los países que una vez formaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?
¿Y Europa? La Unión Europea pierde de todas maneras. Directamente, porque vería reducido el espacio soberano de uno de sus países (Dinamarca), sin plantearse futuribles más lejanos si la expansión rusa diera el paso más allá de Ucrania. Y cabe añadir que en esa misma rueda de prensa de Mar-a-Lago, Trump exigió a los socios de la OTAN que suban sus contribuciones a la defensa común al 5% de su Producto Interior Bruto (España no llega ni al 2%). En cualquier caso, malos tiempos para los europeos, aunque solo sea por aplicación de la aislacionista doctrina Monroe.