sábado, 4 de febrero de 2023

Occidente secuestrado

Ahora, que se ha reeditado el interesante ensayo de Milan Kundera, aquel escritor que nos fascinó con La insoportable levedad del ser, sobre la tragedia de la Europa Central, bajo el título de Un Occidente secuestrado, conviene hacer una reflexión sobre la Guerra de Ucrania que pronto cumplirá un año de mortífera realidad. 


Kundera planteaba sus dudas sobre la idoneidad de la desaparición del Imperio Austro-Húngaro, algo que nos puede parecer hoy en día como extemporáneo. Se refería el intelectual checo al fracaso de aquel mundo centroeuropeo que de perseverar hubiera podido alumbrar un gran Estado federal, pero que se fragmentó en múltiples y pequeñas naciones, cuya fragilidad facilitó que Hitler y Stalin las subyugase. No en balde, los principales enemigos de aquel imperio fueron desde mucho antes otros dos, el alemán y el ruso, muy interesados en acabar con aquella identidad multicultural. A lo largo del siglo XIX e inicios del XX, las revueltas nacionales estallaron en aquel mundo bajo el grito liberador de acabar con la jaula de las naciones que suponía la misma existencia del imperio con capital en Viena. Los nacionalismos nacían entonces y acabaron con aquella entelequia bajo el principio de crear un Estado para cada nación, cuando advirtieron que primero el III Reich y luego la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se empoderaban de ellos: Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumanía y hasta parte de Polonia y también Ucrania. Su división permitió el avance, primero del Imperio ruso, y luego de su sucesor, la URSS, moviéndose las fronteras en un continuo balanceo y secuestrando a aquel Occidente, como dijo Kundera.


Ni siquiera la principal virtud de aquellas naciones, que aspiraban a constituir su Estado propio, consistente en satisfacer la cuestión nacional, se concretó satisfactoriamente, porque aquellos herederos demostraron pronto ser otras jaulas, ahora de otras minorías nacionales, contribuyendo en gran medida a la trágica hecatombe sanguinaria de la Segunda Guerra Mundial. Al término de esta, toda Ucrania quedó dentro de la URSS, pero con relevantes minorías nacionales en su seno. Y allí siguen: principalmente unos cuatrocientos mil rumano-moldavos y unos ciento cincuenta mil húngaros que siguen exigiendo sus derechos, fundamentalmente el respeto a sus lenguas. 


Ucrania, tras la caída del Muro de Berlín, osciló nuevamente hacia Occidente, levantando la ansias de Rusia por recuperar el terreno. Es más, las progresivas anexiones rusas, primero en el Donest y luego en Crimea, han tenido como contrapartida la reacción de un nacionalismo ucraniano, atisbado en las matanzas de la Segunda Guerra Mundial. Hasta el punto que se puede considerar el mayor error de Putin el hecho de haber dado alas a la construcción de la propia nación ucraniana, algo a lo que estamos asistiendo en este año de guerra. Y, claro, las naciones exigen uniformidad, entre ellas la de lengua. El Estado-nación ucraniano de hoy pretende acabar con la diversidad de lenguas en su territorio, entre otras razones para impedir que la lengua rusa sea la lengua franca de toda su Estado. 


Una vez más asistimos a la constatación de que los Estados-nación siguen siendo jaulas y que el nacionalismo solo agrava esas graves problemáticas. Recuerden, siguiendo a Kundera, que siempre es mejor aspirar a las realidades multiculturales a través de articulaciones federales, cuyo ejemplo más conseguido es la Unión Europea, que caer en el ombligo nacional, torbellino que solo lleva a la violencia.