lunes, 21 de octubre de 2019

Una semana de revuelta

Tras una semana en la que hemos presenciado una nueva revuelta en Cataluña, algo que se ha repetido a lo largo de la historia, es difícil calibrar cuanto tiempo se extenderá  y cual  será su intensidad. El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, la augura larga, lo que nos puede dar una indicación de la idea que manejan los servicios de inteligencia del Estado, que, dicho sea de paso, parece que han vuelto a fracasar a la hora de predecir el brote actual. Ellos o el gobierno a la hora de implementar la respuesta.

Más allá de los seis centenares de heridos y de los elevados costes económicos por los destrozos materiales ya ocasionados, cerca de tres millones de euros, cabe analizar dos aspectos que dirimirán el éxito o el fracaso de dicha revuelta. Uno de ellos incide en la legitimidad democrática que el independentismo ha tratado de atribuirse desde que empezó hace ya casi una década el proceso soberanista catalán. Los intentos por parte del Estado de contrarrestar las sucesivas campañas por el derecho de autodeterminación no han logrado apenas éxito, como demuestra que Bélgica y otros países europeos se hayan negado hasta ahora a entregar a los dirigentes independentistas huidos. Tal tara coloca a España en una situación de desventaja que el Estado debería refutar si pretende acabar con el secesionismo, apelando a los aspectos más demagógicos que implica ejercer la autodeterminación sin respetar las normas.

Mayor éxito ha conseguido el Estado en apenas una semana, referido al segundo aspecto, que incide en la violencia. Más que por acción estatal, por demérito del independentismo. Lo visto en solo una semana ha hundido el relato que el proceso soberanista tuvo a gala desde su inicio, presentándose ante el mundo como la revolución de la sonrisa hecha por gente de paz.  Las imágenes que nos han inundado en estos días y que ha visto el planeta  entero reflejan una revuelta violenta y organizada por una vanguardia revolucionaria: los CDRs y su versión online, el Tsunami, que no dudan en subvertir la ley con todos los medios a su alcance, poniendo fin al Estado de Derecho.

España debería incidir, en el plano argumentativo, en el hecho de que acabar con el Estado de Derecho es el camino más directo para acabar con la democracia, como también la Historia nos enseña. De tal manera, que así reforzar su posición en el debate del primer aspecto referido, argumentando la necesaria imbricación de la Democracia y del Estado de Derecho, y condenando la violencia de los que quieren acabar con ambas.


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