lunes, 28 de noviembre de 2016

Dictador y revolucionario

Pocas figuras políticas del mundo contemporáneo han recibido calificativos tan contestados por detractores y seguidores que Fidel Castro, muerto a los 90 años. Sin embargo, de todos ellos hay dos difícilmente rechazables. Uno es el de revolucionario, pese a que algunos de sus enemigos se mostrarán contrarios a concederle tal consideración debido a la carga positiva que tal termino conlleva en la cultura occidental, alimentada por los milenarismos utópicos consustanciales a la misma desde hace dos milenios en busca de la igualdad. Otro es de el dictador, aunque aquí sean sus más fieles partidarios los que muestren su desagrado, sin reparar en que las connotaciones negativas de tal calificativo no existían en el origen de nuestra cultura greco-latina.

Mayores apoyos recibirá la consideración de Fidel Castro como un antidemócrata, aunque haya un pequeña legión de devotos capaces de hacer loas a la democracia comunista que durante medio siglo experimentó parte del planeta y que en 1989 se derrumbó como un azucarillo, cuando miles de ciudadanos que disfrutaban de tal régimen huyeron despavoridos al caer el Muro de Berlín. Sin contar el millón largo de cubanos, de los once existentes, que abandonaron su isla con destino a Florida y otras partes del mundo, afrontando en muchas ocasiones los peligros de la travesía marítima.

También se escucha tras su muerte a algunos que no tienen reparos en presentarle como un adalid de la libertad. Es verdad, que tal consideración tenía más adeptos cuando el 8 de enero de 1959 entró en La Habana, después de haber cimentado su leyenda en la lucha de Sierra Maestra. Pero hoy en día, serán muy pocos los que los que sostengan que Fidel luchó por las libertades individuales.

Otra cosa es que se le vea como un libertador. Y en concreto como el prototipo de las luchas de liberación nacional que durante la segunda mitad del siglo XX se extendieron por el mundo. Sin duda que el hecho de haberse convertido Cuba en un mero protectorado estadounidense tras independizarse de España contribuye a esa concepción. Fidel, hijo de un soldado español que luchó contra Estados Unidos y los independentistas cubanos, habría devuelto seis décadas después la dignidad a la isla, mostrando los dientes al imperialismo yanqui. 

Pero, sobre todo fue Mayo del 68 el que elevó a Fidel y a su compañero el Ché a los altares. Mucha parte de una generación, irreverente y convencida del adanismo, le confió la aureola de guía, de comandante, de líder supremo, incluso de caudillo, en la senda de los libertadores latinoamericanos. Toda la izquierda del mundo occidental se rindió ante aquel barbudo que traería la Justicia a este mundo mediante la revolución armada.

Aquella izquierda, que se entregó peligrosamente al nacionalismo, se dispuso a exportar el ejemplo cubano por todo el mundo, especialmente por Iberoamérica: Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela y tantos otros países de aquel lado del océano, y también a éste, como muestra el caso de la lucha etarra. Una pléyade de guerrillas y organizaciones armadas surgió por todo el planeta predicando la liberación nacional de innumerables patrias y haciendo de la violencia el instrumento redentor para ello.

Hoy poco queda de todo aquello, aunque sea ahora curiosamente cuando la izquierda vuelve a verse arrastrada por las formaciones populistas que recuperan aquellos viejos cantos de sirena. La revolución entendida no solo en su esencia social, sino como liberación nacional de un determinado pueblo, aunque ello genere ineludiblemente nuevas desigualdades. Sin duda, que Fidel Castro se vería gustoso como el abanderado de ello. También como el organizador que nunca se preocupó por la democracia. Como un dictador de la antigua Roma con un sagrado objetivo.

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