lunes, 11 de diciembre de 2017

La Declaración Trump

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, votado por más de 63 millones de personas, ha vuelto a reventar los difíciles equilibrios mundiales con su decisión de reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel. Los motivos para ello, son variados. Además de los intereses económicos, extremo inseparable de la política para el equipo Trump, destacan también los geo-estratégicos, que inciden en potenciar a Israel como líder regional frente a Irán. Tras la de Obama, la nueva administración norteamericana ha vuelto a convertir a Teherán en el enemigo a batir, con gran contento de una Arabia Saudí, que se apresta a colaborar con Israel en tamaña tarea. La Guerra Civil que sacude Oriente Próximo entre sunnies y chiles, es el telón de fondo de esta despiadada partida de ajedrez que suma ya centenares de miles de víctimas.

Tampoco conviene olvidar las razones internas en la decisión de Trump. Sobre todo aquellas derivadas de los grupos protestantes evangélicos norteamericanos, convencidos de que la segunda venida de Jesucristo a la tierra ha de ser precedida de la reinstauración del reino judío con capital en Jerusalén. Muchos de esos creyentes votaron a Trump en las elecciones que le convirtieron en presidente de la todavía primera potencia mundial.    

Todo ello ha llevado a lo que podríamos denominar como la Declaración Trump, estableciendo un paralelismo con la famosa Declaración Balfour de hace un siglo. Entonces, el Reino Unido ocupaba un lugar predominante en el mundo, como hoy lo hace Estados Unidos, que empezaba a ser muy discutida por otras potencias emergentes. Arthur Balfour era el responsable de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña que apoyó la creación de un hogar nacional judío en lo que los británicos denominaban Palestina y que aún pertenecía al Imperio Otomano. Precisamente, en ella subsistía el ansia y la rapiña de Occidente por acabar con ese Estado que había garantizado la estabilidad de Oriente Próximo durante siglos. Pero, los deseos indisimulados del Reino Unido y de Francia de repartirse aquel imperio venido a menos, alentaron causas como la judía y la árabe.

Lo relevante de la Declaración Balfour incidía en que era fruto de una época, marcada por los nacionalismos. Los imperios, motejado de jaulas de pueblos, debían ser extinguidos para que fueran reconocidas las naciones, hecho que traería la paz al mundo y cuya expresión sería la Sociedad de Naciones, uno de los mayores fracasos de la Humanidad. Así como ese mundo de naciones, formado por la aplicación del derecho de autodeterminación.

Balfour entendía el mundo al modo romántico. Todo ser humano formaba parte de un determinado pueblo y solo cabía construir estados basados en ellos. Por ello no era descabellado plantear uno en la antigua tierra del pueblo judío, aunque ahora estuviera habitada por árabes. Eso sí, la solución estaba basada en el proyecto de creación de dos estados, uno judío y otro árabe. Uno al lado del otro, pero no mezclados. Fruto de ese planteamiento, quedaría una Jerusalén no adscrita a ninguno de los dos Estados, incluso con un estatuto de ciudad internacional.

La declaración Trump supone acabar de raíz con el planteamiento iniciado por Balfour. Ahora solo queda un Estado, el judío, con capital en Jerusalén. El problema son los millones de palestinos que se quedan sin Estado.

Edward Said, uno de los intelectuales más renombrados del mundo árabe, siempre criticó la solución de los dos estados, abogando por uno único, democrático, donde la confesión religiosa ocupara un lugar no relevante. Pero, para ello había que presuponer una dimensión racional en el ser humano capaz de ahogar los sentimientos nacionales, algo que el mundo contemporáneo se dedica a desmentir continuamente. Una pena, porque esa es probablemente la única solución: una Jerusalén, capital de un único Estado, democrático, donde sus ciudadanos dejan en casa sus sentimientos, incluidos sus confesiones religiosas. Un avance para la humanidad, sin duda.

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