domingo, 25 de febrero de 2018

Liderazgos

Uno de los fenómenos más llamativos de la campaña electoral italiana es la transmutación de una de las formaciones populistas -una más de las que padece aquel bello país- que concurren a los próximos comicios Hablo de la Liga, que ha pasado de ser la supremacista y nacionalista Liga Norte, a la Liga a secas. Tal giro ha sido debido a su actual dirigente, Matteo Salvini, que ha reconvertido a una formación que pretendía hacer independiente a la Padania, la Italia del norte regada por el río Po, argumentando tal pretensión en una superioridad de sus habitantes con respecto al resto de italianos, aderezada con el sonsonete de Roma nos roba,  en un partido que pretende implantarse por toda Italia y cuyo ideario se basa en la xenofobia y en la desconfianza hacia el futuro europeo, así como en la defensa de una descentralización regionalista del Estado italiano.

Los analistas políticos andan ocupados en explicar racionalmente tal mutación, intentando explicarla por las concomitancias racistas existentes en ambos mensajes, el del pasado y el del presente. Antes, contra los sureños, a los que tildaban de vagos y maleantes, y ahora contra los inmigrantes que la inestabilidad del norte africano y de oriente próximo empujan hacia Europa. 

Esa sería, pues, la explicación: Salvini ha reconvertido al enemigo. Ahora es el extranjero que llega a Italia. Y lo ha hecho con tal pericia que, según los sondeos, no ha perdido el apoyo de sus bases en la Padania, que han dejado, como por ensalmo, de considerar al sureño italiano como el origen de sus males y  proyectar todo su odio contra el emigrante extranjero.

No dudo que el populismo es capaz de tamaño artificio, pero no deja de ser llamativo que los nacionalistas padanos se hayan convertido ahora en unos patriotas italianos, que solo comparten la xenofobia de su pasado. ¿No influirá en ello el caudillismo de su líder, de Matteo Salvini?  De ser así, de confirmarse tal hipótesis, estaríamos ante un nuevo ejemplo de la pésima condición humana, necesitada de fuertes liderazgos, que encaucen sus aprensiones y temores. Salvini habría logrado así presentarse como un dirigente capaz de suscitar entre sus seguidores esa condición de caudillaje, capaz de transmutar las ideologías, lo que, insisto, dice muy poco del ser humano.

Tampoco pensemos que se trata de un defecto de los italianos, recurriendo a su pasado y recordando a  personajes históricos como el Duce. No. Es un mal extendido por toda la humanidad, también el pensar que siempre es el de fuera el que ocasiona el mal. Lo hemos visto estos días en Bilbao, culpando exclusivamente de los graves incidentes que han ocasionado la muerte de un ertzaina a los ultras del Spartak de Moscú, sin darnos cuenta que tan descerebrados son los seguidores de Herri Norte, sin olvidar su parafernalia proetarra. 

Un último ejemplo de bandazos en la opinión pública lo muestra el cambio significativo de apoyo a la independencia de Cataluña, observado en el último sondeo del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat.  Del 48,7% de octubre pasado hemos pasado ahora al 40,8%, casi ocho puntos menos, de respaldo a la opción separatista, mientras que los que defienden una Cataluña dentro de España han subido del 43,6 al 53,9%, más de diez puntos.

Evidentemente, tales cifras implican que había independentistas que ahora ya no lo son. Sin duda, que tan relevante cambio se deberá en gran medida a ciudadanos que, tras la grave crisis vivida, con miles de empresas sacando su sede social de Cataluña, han recapacitado y, tras un análisis racional, han optado por olvidarse de ensoñaciones emocionales, que solo llevaban a la pobreza. Pero también los habrá que se hayan dejado llevar por otros estímulos, entre los que cabe plantear aquellos derivados de la influencia de los liderazgos. Y aquí, no está de más relacionar esa relevante variación con la exhibición de músculo que ha hecho en los últimos meses el nacionalismo español, del que Ciudadanos ha sabido sacar excelentes réditos.


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