jueves, 8 de enero de 2015

Ahmed



Ahmed suplicó ayer que no le remataran. Imploró vanamente misericordia. Pero su ejecutor, de probable nombre parecido, no tuvo piedad, ninguna misericordia, porque se consideraba investido de la mayor de las legitimidades posibles, la que creía que le otorgaba Dios. El resultado fue conocido: doce muertos en el atentado contra la publicación satírica Charlie Hebdo.

Sin duda que se trata de un criminal ataque contra la libertad de expresión. Pero, yo no me voy a quedar en lo obvio. Voy a tratar de explicar cómo unos fanáticos que creen actuar en nombre de una religión, en este caso la islámica, son capaces de provocar tal matanza. Y sobre todo del detalle de que una de sus víctimas, malherido en el suelo, implorara merced a sus verdugos. Esa persona se llamaba Ahmed y era hijo de inmigrantes musulmanes que fueron a Francia a por un mejor futuro para ellos y sus hijos. Pero Ahmed se encontró con que fue rematado por otro musulmán, en este caso un intrasigente islamista que no tuvo conmiseración.

La intolerancia lleva al desprecio de los demás y nace de la idolatración de cualquier creencia. En nombre de Dios se han cometido innumerables asesinatos. En Europa, hasta el siglo XVII, se sucedieron continuas guerras de religión. A partir de entonces, creíamos que habían sido sustituidas por otras, en las que la nación ocupó el lugar preferente. Pero ahora estamos atisbando que el viejo motivo religioso seguía ahí, agazapado entre los múltiples pliegues culturales, porque es muy fácil invocar el nombre de Dios.

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