martes, 30 de octubre de 2018

A las pruebas me remito

El ultraderechista, racista y homófobo Jair Bolsonaro ha sido elegido democráticamente presidente de Brasil, con el respaldo de más de 57 millones de ciudadanos de ese país suramericano.  

No es la primera vez que un antidemócrata llega al poder a través del sufragio de sus conciudadanos. Antes que él, lo hizo Hitler. Es, incluso, relativamente frecuente, que sea así. Un candidato que pretende acabar con el Estado de derecho se sirve de la democracia para acabar con ella. Es lo que hacen los populistas hoy en día: mientras se les llena la boca hablando de democracia, hacen todo lo posible para acabar con ella.

Ante ello, la respuesta de los demócratas no debería ser deslegitimarla, considerándola un instrumento peligroso capaz de aupar en el poder a cualquier sujeto sin escrúpulos, sino relativizar su concepción. Es decir, asumir que el pueblo no solo se equivoca, sino que tiende a hacerlo. 

La democracia representativa toma mucho de su concepción del protestantismo anglosajón, que hacía de la doctrina de la gracia su piedra angular. Una comunidad tocada por la gracia divina no puede equivocarse. Por lo tanto, siempre acierta a la hora de tomar decisiones democráticamente, porque es la palabra divina la que se pronuncia a través de toda la colectividad. 


El despropósito del axioma queda en evidencia con tan solo colegir que Donald Trump fue una buena elección.  Es preciso, pues, relativizar tal concepción teocrática y negarnos a admitir que Trump o Bolsonaro sean elecciones acertadas. No, no lo son, porque el pueblo, al que debemos despojar de cualquier halo sobrenatural, se puede equivocar. A las pruebas me remito. 

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