viernes, 19 de octubre de 2018

Religión y Nación

El cisma que vive la iglesia ortodoxa presenta perspectivas muy interesantes, todas ellos relacionadas con los procesos identitarios, la verdadera enfermedad de la contemporaneidad, y que conectan a la religión con el nacionalismo, como si este último fuera el heredero de la primera.  De hecho, las sociedades europeas, que se libraron hace tres siglos de las terribles guerras de religión que asolaron el continente, se ven desde hace doscientos años presas de las contradicciones de los Estados-nación. Recordemos al respecto que hace tres cuartos de siglo que Europa vivió su destrucción en la Segunda Guerra Mundial a causa de los nacionalismos y que en el presente asistimos a un peligroso repunte identitario.

Un ejemplo de las conexiones entre religión y nacionalismo, y sus perturbadoras consecuencias nos lo ofrece el tema propuesto. Describamos primero los hechos. La iglesia rusa ha roto con la constantinopolitana, que más que por su número de fieles es relevante por ostentar la herencia del antiguo Imperio bizantino. Por ello, jerárquicamente el patriarca de la que fue su capital, Constantinopla, actual Estambul, goza del privilegio de preeminencia entre las iglesias que siguen el credo ortodoxa, aunque en dicha tradición, forjada en oposición al Papado de Roma, tal  superioridad sea meramente simbólica.

La ruptura entre Moscú y Constantinopla se debe a que esta última ha aceptado liberar a la Iglesia de Ucrania de la subordinación que ha mantenido históricamente ante la rusa. La decisión obedece a un intento de acompasar a esas iglesias a las realidades nacionales hoy existentes, desde la implosión del Estado soviético. Una vez que el ideal de la revolución comunista cayó hecho añicos, la dialéctica nacionalista se hizo preponderante, dividiendo el antiguo imperio soviético en diversos Estados-nación, de los que Rusia y Ucrania son un ejemplo, trágico en la medida en que compiten por un reparto territorial, como la última guerra en el Donetsk y Crimea ha evidenciado.

Fue la Iglesia de Constantinopla la que en 988 bautizó al primer zar de las Rusias, otorgándole tal título, derivado del de César de la tradición imperial y que podríamos traducir como emperador. Aquel relevante acontecimiento se produjo precisamente en Kiev, la actual capital de Ucrania. El emperador de todas las Rusias, el zar, agrupaba entonces bajo su dominio a los eslavos del norte. Desde entonces hasta hoy, un milenio, esos eslavos han ido diferenciándose en lengua, cultura y costumbres, en un proceso similar al del resto de la Humanidad, desde que hace 200.000 años surgió en África el Homo sapiens.

Tal hecho no sería, por tanto, extraordinario. Sí que lo es, que desde hace dos siglos, conceptualizamos tal dinámica desde una visión nacionalista; es decir, primando el exclusivismo: los unos y los otros, nosotros y ellos, amigos y enemigos, etcétera; siendo incapaces de obviarlo y presos de unas categorías mentales que llevan irremediablemente a la violencia, a la competencia por unos territorios que consideramos privativos.  Por eso, las guerras nacionalistas son tan devastadoras, incluso mucho más que las religiosas, de las que proceden. En cualquier caso, tanto unas como otras, son una muestra evidente de las miserable condición humana.


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