lunes, 18 de julio de 2016

Golpe y democracia

Los manifestantes que el pasado sábado de madrugada impidieron el triunfo del golpe de Estado certificaron el fin del predominio militar y laico en la sociedad turca, pero su actuación no sólo no redundará en una mayor calidad democrática de su Estado, sino que probablemente suponga un retroceso de la misma. Habrán contribuido, la inmensa mayoría conscientes de ello, a la reislamización de su país y a la reorientación de su nacionalismo en la senda de la re-otomanización, que pretende devolver a Turquía a la época de aquel Sultanato que guiaba a la muy mayoritaria comunidad sunita árabe.

El presidente turco, democráticamente elegido, Recep Tayyp Erdogan, se apresta a ello, desatando una feroz represión que ya ha enviado entre rejas a seis mil personas, no solo del ejército, sino también fiscales y jueces, con el objetivo explícito de limpiar las instituciones  y dar vía libre a una nueva concepción del Estado, que suponga el fin del kemalismo.

De hecho, el fracaso de los golpistas ha cerrado un largo período de la historia turca, iniciado hace casi un siglo, en el que el ejército se convirtió en elemento predominante de la sociedad. En 1922, Mustafá Kemal logró resucitar de las cenizas al estado turco, tras la destrucción de las potencias occidentales del Imperio otomano en la Primera Guerra Mundial. Para ello, quien empezó a ser llamado Atatürk, el padre de los turcos, se basó en un ejército, donde abundaban los elementos laicos y nacionalistas, que achacaban al asfixiante peso de la religión la parálisis y decadencia del sultanato. Kemal, admirador de la Francia republicana, introdujo la educación laica, reemplazó la grafía árabe por un alfabeto inspirado en el latino, otorgó el voto a las mujeres y sustituyó la sharia por un código civil. Los militares, como elemento vanguardista de la sociedad, como lo fueron en la España decimonónica, cambiaron el atrasado país, que despectivamente había sido llamado el enfermo de Europa y que había visto como era troceado colonialmente por los vencedores de aquella conflagración.

Desde entonces, esos militares nacionalistas habían guiado férreamente a la República turca, reprimiendo violentamente cualquier disidencia interna, ya fuera de minorías étnicas como la de los kurdos o ideológicas, especialmente atentos a que la hidra religiosa no volviera a levantar cabeza, cuestión en la que desde el pasado sábado se puede constatar su definitivo fracaso. Ya en la década de los noventa del pasado siglo, el islamismo fue ganando terreno en la sociedad turca, creando redes de solidaridad social que evidenciaban las carencias del Estado kemalista. La figura de Erdogan y la formación por él fundada, el AKP, el Partido de la Justicia y el Desarrollo, fueron arrinconando a la hasta entonces formación mayoritaria, el Partido Republicano del Pueblo, CHP, creado por Atatürk en 1923. Las últimas elecciones han visto el triunfo del AKP, pero también la resistencia del CHP, evidenciando la existencia de una sociedad dividida.

La reacción al frustrado golpe del sábado llevará a Erdogan a incidir en la reislamización de la sociedad turca, pese a que ello fracturará aún más a la población, en detrimento del Estado de Derecho y en definitiva de la propia democracia. Y en política exterior, el presidente enarbolará las viejas banderas otomanas, pretendiendo liderar a los árabes suníes, especialmente a los sirios que luchan contra el laico Bashar al Asad, incluidos los más islamistas de ellos, los del Daesh, cuyo petróleo alcanza el mercado mundial a través de Turquía y exportan el terrorismo por Occidente.

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