lunes, 5 de mayo de 2014

Nacionalismo

Sin duda que es impactante que la Justicia británica haya tomado declaracion a Gerry Adams, presidente del Sinn Féin y uno de los antiguos dirigentes del IRA. El Gobierno del Reino Unido se ha desvinculado presurosamente de tal iniciativa, recordando algo básico en la democracia y que aquí en España sigue sin entenderse plenamente: la separación de poderes. También las terribles secuelas de la violencia. Como ha dejado en evidencia el hijo de la víctima mortal por la que Adams está siendo investigado. Michael McConville, hijo de Jean, la mujer asesinada por el IRA en 1972, ha dicho que dice conocer a los culpables, pero que tiene miedo a hablar. Pese a que le hierve la sangre, no acusará a nadie porque pese a los Acuerdos de Viernes Santo no tiene todas consigo de que su familia no sea objeto de represalias. Y eso que asegura que ha visto por la calle a los asesinos. Una de sus hermanas, en cambio, ha dicho que ella será valiente y sí colaborará con la policía. Pero sin duda lo más estremecedor es el relato de lo sucedido hace cuarenta y dos años: la desaparición y posterior muerte de Jean McConville, la madre de los diez hijos hoy dubitativos sobre lo que hacer. Jean tenía 17 años en 1952, veinte años antes de su muerte. Era protestante y vivía en un barrio de Belfast con mayoría de personas de esa confesión religiosa, cuando se enamoró de un católico, Arthur, de 29 años, que vivía en el mismo barrio y era un militar del Ejército Británico. Esa doble condición, la de católico y miembro del Ejército, no eran aún incompatibles. Entonces en 1952, pese a que la presión nacionalista tenía ya cerca de un siglo, aún no se había llegado al paroxismo que a partir de la década de los sesenta inundó todo en Irlanda del Norte. Eran raros los matrimonios mixtos, pero no se había instalado aún el odio de base nacionalista que arrambló con todo en muy poco tiempo. Se casaron y se fueron a vivir a Inglaterra, siguiendo los destinos del empleo militar de Artthur, hasta que este dejó el Ejército. La familia volvió a Irlanda del Norte y allí constataron que la rivalidad entre católicos y protestantes no había hecho más que aumentar. Los dos nacionalismos, el republicano y el unionista, habían convertido Irlanda del Norte en un infierno.  La situación era tan agobante que Arthur abandonó el barrio protestante donde vivían, refugiándose en casa de su madre, situada en un bastión católico. A esas alturas Jean había apostatado, convirtiéndose a la fe católica de su marido. Cogió a sus hijos y abandonó también su viejo barrio, yéndose la vivir a casa de su suegra.  Católicos y protestantes habían convertido Belfast en una sucesión de barrios diferenciados, en cada uno de los cuales solo se admitía una confesión religiosa. Pintadas y murales glorificando las propias convicciones no dejaba lugar a dudas donde uno se encontraba. De 1969 a 1972, miles de familias se desplazaron a barrios más seguros, donde la inmensa mayoría de vecinos eran de los suyos.  Arthur murió de cáncer de pulmón, dejando a Jean sola para sacar adelante a la abundante familia. Pero las penalidades no van nunca solas. Jean se enemistó con una familia republicana de su nuevo barrio. Las insidias contra ella empezaron. La acusaron de chivata. Unos matones del IRA la dieron una primera paliza. Y en diciembre de 1972 desapareció. Su cadáver no fue encontrado hasta 2003 en una playa de la Repùblica de Irlanda, a ochenta kilómetros de donde desapareció. Eso es el nacionalismo. Lo vimos en Irlanda, donde todavía supura la herida. Lo vemos ahora en Ucrania. Y desgraciadamente lo veremos en otros sitios.

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