martes, 12 de septiembre de 2017

Diada

La Diada se celebró ayer, reuniendo a un considerable número de manifestantes. No voy a entrar en si fueron, como parece, menos de los que acudieron los últimos años. No. Con ser significativo, tampoco implicaría que el problema existente sea cualitativamente menor. En cambio, les voy a hablar del significado histórico de la Diada, porque a través de él se pueden entrever líneas de actuación futuras, ya que la comprensión del pasado ayuda mucho a encarar las dificultades presentes.

Cada 11 de septiembre, muchos catalanes celebran un día luctuoso: el asalto final a la ciudad de Barcelona por parte del ejército triunfante en la Guerra de Sucesión, con la violencia que ello conlleva, máxime si tenemos en cuenta que entonces lòs ejércitos estaban compuesto fundamentalmente por mercenarios. Aún quedaba un año para terminar con aquella guerra, probablemente la primera de un mundo que caminaba ya hacia la globalización existente hoy en día, cuando las tropas del pretendiente Borbón ocuparon la ciudad, tras la capitulación de esta el 12 de septiembre, acabando con las posibilidades de que su rival, el pretendiente Habsburgo alcanzara el trono de la Monarquía Hispánica. Éste último, Carlos, había sido coronado tres años antes emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, una muestra más de que en realidad toda aquella conflagración había sido realmente una disputa geoestratégica que implicó a las principales potencias europeas: Austria, el Reino Unido de la Gran bretaña y Francia. Y en medio una Monarquía Hispánica cada vez más débil, que ya no era la primera potencia mundial y cuyos enemigos ansiaban despojar de sus sueños de grandeza y de los territorios que pudieran, como el caso de Gibraltar recuerda.

En esa disputa, era fundamental para cada uno de los pretendientes, además del apoyo de la respectiva potencia europea, conseguir los máximos apoyos internos. La sociedad de aquel tiempo era estamental, condicionando plenamente, pues, el origen social la vida de cada uno de sus integrantes. Eso ocurría por toda Europa, pero aquí en la península había otros condicionantes internos: la variedad de reinos, condados, señoríos, etc, cada uno de ellos con diferentes fueros y privilegios. Eso era la Monarquía Hispánica, término mucho más preciso sobre la realidad existente que el también usado de España.

Por tanto, aquella guerra fue una contienda de dos pretendientes al trono de aquella Monarquía. Nobles, obispos y ciudades, los brazos de aquella sociedad estamental, apoyaron a uno u otro. Es cierto, que el candidato austracista tuvo mayores apoyos en los reinos de la Corona de Aragón, pero no fueron los únicos y, sobre todo, también hubo respaldo al candidato francés en aquellos territorios, como el caso de la ciudad de Cervera acredita, que fue premiada por los triunfadores con la concesión de la universidad.

La resistencia de Barcelona, ciudad claramente austracista, terminó con la rendición de la plaza. Uno de los que capitaneó aquella defensa fue Rafael Casanova, un jurista que por sorteo había sido elegido miembro del ayuntamiento de Barcelona. Pese a que fue despojado de todos sus cargos por las tropas victoriosas, recibió el perdón real y acabó su vida veintinueve años después, pudiendo volver a ejercer la abogacía.

El nuevo rey, Felipe V, uniformó la variedad territorial peninsular con una legislación quie se conoce como los decretos de Nueva Planta, que como su propio nombre indica aspiraban a establecer una nueva administración estatal. Así, fue a lo largo de todos sus territorios, excepto en las provincias vascongadas y en el Reino de navarra, que en reconocimiento a que habían sido fieles partidarios suyos, garantizándose así el monarca su vital conexión con la aliada Francia, mantuvo sus fueros.

Lo que abolió los decretos de Nueva Planta no eran libertades democráticas. No. Eran sencillamente los privilegios y exenciones de determinados territorios sobre otros, los diferentes derechos públicos, además de los organismos tradicionales que eran todos estamentales. Felipe V pretendía contruir un Estado administrativo uniforme. Eso supuso una ventaja para determinados grupos sociales, como los burgueses, también los catalanes, que vieron por fin abierto sin cortapisas el mercado que ya podríamos definir como "nacional". Y sobre todo, lograron el acceso a algo celosamente reservado por privilegio a la Corona de Castilla: el mercado americano. Fueron muchos los que amasaron fortunas colosales así, los célebres indianos que edificaron lujosas mansiones y crearon riqueza en Cataluña con sus excedentes. Fue también, aquel siglo XVIII, cuando la lengua castellana adquirió una desconocida presencia en Cataluña, no por imposición del poder público, sino porque era el idioma que abría las puertas de esos otros mundos.

El final de quel siglo, 1789 en concreto, ocurrió un hecho capital que cambió el mundo: la Revolución francesa. El viejo mundo estamental, el Antiguo régimen, se derrumbó. Los hasta entonces súbditos, ahora ciudadanos, exigieron la igualdad ante la ley. En nuestro lado de los Pirineos, tardó un poco más: hasta la mitad del siglo XIX no se logró aquello. También llegó otra de las ideas revolucionarias, que consistía en que la soberanía ya no residía en los reyes, sino en el pueblo. Se dió así el pistoletazo de salida para el nacionalismo.

La burguesía catalana abrazó entusiásticamente esos cambios. También la construcción del Estado-nación español. Sí, es ahora, a partir de 1812 cuando se puede hablar con propiedad de España. Y de un pueblo soberano: el español, formado por ciudadanos iguales ante la ley. Fue con el paso de aquel tumultuosos siglo, plagado de guerras civiles, cuando los burgueses catalanes aspiraron, y lograron en gran medida, liderar la nueva nación española. Se veían, mientras escuchaban las óperas de Verdi en el Liceo, como la locomotora de España, que llevaría al progreso a todo el país, al igual que el norte de Italia hacía con toda aquella península, dirigiendo la unificación italiana. 

A la vez, en esa segunda mitad del ochocientos, se asistió en Cataluña a la Renaixença, un movimiento cultural, de corte historicista, que pretendió y consiguió la recuperación de la lengua catalana y del derecho civil catalán. La Renaixença, que tan brillantes joyas artísticas produjo, participaba de unas expresiones culturales muy en boga durante el siglo XIX por toda Europa: el Romanticismo. Dicho movimiento, liberó los sentimientos y el yo subjetivo de las personas, a la vez que desarrolló el concepto revolucionario de pueblo. Este se definía por una esencia, por el espíritu de cada pueblo, por el Volksgeist, que podía ser la religión, la raza y también la lengua. En torno a la defensa de esta y del derecho civil se fue conformando un nacionalismo, primero cultural, y luego político, en el que también participaron y terminaron dirigiendo esos burgueses, que veían compatible la nueva identidad catalana con la española.

Fue entonces cuando se empezó a homenajear a Casanova. En 1863, el Ayuntamiento de Barcelona le dedicó una calle y dieciocho años después le erigió una estatua, convirtiéndose a partir de entonces en uno de los símbolos del nacionalismo catalán. Siglo y medio después, pues, el nacionalismo catalán había recuperado la figura del defensor de Barcelona frente al ejército borbónico, haciendo una relectura de aquellos hechos en clave nacional, y por tanto anacrónica, consistente en un enfrentamiento entre España y Cataluña. Visión historicista, que no histórica, y romántica, en su acepción de sentimental, que hoy se encuentra ampliamente extendida por muchos de los que ayer por la mañana homenajearon la estatua de Casanova, convertido ya en el defensor de las libertades catalanas, y por la tarde inundaron el ensanche barcelonés: el Eixample que tantas joyas arquitectónicas de la Renaixença contiene.

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