martes, 2 de enero de 2018

El PSOE y la cuestión territorial

El PSOE tiene una tendencia a pisar charcos, especialmente con el tema territorial. Durante la campaña electoral catalana guardó silencio, ante la evidencia de que el independentismo había resucitado al nacionalismo español. Los dirigentes socialistas tomaron nota de la profusión de banderas bicolores en los balcones de las ciudades, admitiendo que la enseña nacida en Cádiz había salido del armario, y no plantearon durante esos días ninguna cuestión que pudiera incomodar al nacionalismo español. Ni siquiera en unos comicios propicios para ello, como mal entendió el PSC que ocurría con su electorado, pinchando en las urnas.

El PSOE parecía regresar a la primera época de Pedro Sánchez al frente de la secretaría general del partido, cuando no tenía rubor en sacar la bandera española en los mítines. Sánchez, miembro de una nueva generación, cerraba el círculo de desencuentros con la bicolor. Sin embargo, su traumática expulsión del poder y su reconquista del mismo mediante la asunción de postulados de Podemos volvieron a replantear el tema, sobre el que no han querido incidir en los últimos meses, marcados por la cuestión catalana.

Pero ha sido pasar una semana desde los comicios y ya están los dirigentes socialistas volviendo a mancharse de lodo. Esta vez ha sido el secretario de organización, José Luis Ábalos, quien ha propuesto una especie de nación de naciones a la carta. De tal manera, que cada comunidad autónoma se defina como quiera en su respectivo estatuto de autonomía, sin que ello conlleve que así sea reconocido por la Constitución.

La propuesta, aunque tiene la ventaja de excluir de la Carta Magna tales calificativos, supondría en la práctica una carrera de todas las regiones hacia la consideración de nación, lo que inevitablemente traería problemas, porque no dejaría satisfechos a muchos y menos en comunidades con identidades exclusivas donde molesta que se les equipare al común de las entidades territoriales peninsulares, creadas por la Constitución de 1978, ese texto tan criticado, en muchas ocasiones irreflexivamente, pero como todos susceptible de mejora.

Conviene recordar que el concepto de nación de naciones, asumido por el PSOE en su último Congreso a propuesta de un sanchismo triunfante, no exento de revanchismo, fue obra de un socialista exiliado durante la dictadura franquista, de Anselmo Carretero, quien consideraba nación a su Castilla natal. Una Castilla a la que hacía el paradigma de la libertad, recordando las gestas de los Comuneros frente al poder despótico de Carlos V. Tal lectura de aquella revuelta, que alimenta en la actualidad a grupúsculos independentistas en esa tierra, no deja de ser historiográficamente forzada, en la medida en que supone un despropósito considerar a aquellos nobles que se levantaron contra su rey en el siglo XVI como un ejemplo de lucha por las libertades.

La propensión socialista a enfangarse con las cuestiones identitarias tiene una explicación en su Historia. El PSOE, partido con 138 años de antigüedad, ha sido incapaz de sustraerse a la cuestión nacional que desde el Romanticismo condiciona al ser contemporáneo. Como otros planteamientos ideológicos, ha pretendido aprovecharse de ello, apostando por filias y fobias, aunque en numerosas ocasiones ha salido mal parado.

El PSOE fue genuinamente un partido internacionalista, al entender, en consonancia con su lucha social, que todos los proletarios no tienen otra patria que la mundial y que su pugna era contra las burguesías nacionales. Tan pronto como en 1873, los socialistas criticaron el federalismo al entender este como un movimiento pequeño burgués que pretendía debilitar el potencial revolucionario del proletariado. Especialmente activos en esta denuncia fueron los socialistas madrileños, mientras que los catalanes, nacidos del republicanismo federal, abogaban por fórmulas que tuvieran en cuenta los planteamientos territoriales, acusando que el debate identitario había ya hecho mella más allá del Ebro, al albur de los presupuestos planteados por la Primera República, instaurada aquel mismo año. Salvo en aquel momento concreto, el PSOE mantuvo su ortodoxia en los años siguientes. Así, el internacionalismo socialista fue muy crítico con el nacionalismo español, especialmente en la Guerra de Cuba y en las aventuras colonialistas en Marruecos. El PSOE denunció el alistamiento de los hijos de los proletarios en aquellas contiendas, que satisfacían los intereses particulares burgueses, criticando a un Estado que les imponía una contribución de sangre, escamoteándoles a la vez sus derechos sociales y el pleno ejercicio de sus libertades individuales.  

Pero, la fortaleza del nacionalismo español, pese a la crisis del 98, hará que los dirigentes socialistas reordenen su planteamiento internacionalista, haciéndolo compatible con un nacionalismo español, eso sí ajeno al burgués. Pablo Iglesias, el fundador del partido, clarificó a principios del siglo XX la visión del PSOE respecto a la nación española, denunciando que la burguesía se apropiara de ella. En sus discursos, incidió en el hecho de que los intereses de los proletarios están en España, asumiendo de ese modo la cosmovisión del nacionalismo liberal-progresista español, que por entonces contaba ya con un siglo de desarrollo, paralelo a la construcción estatal de España. “Hay mas intereses obreros que burgueses y, por consiguiente, no podemos desear que la Nación se deshaga”, dirá. Y se preguntará: “¿Por qué no hemos de amar a nuestro país si están aquí nuestros intereses? 
 
Las interferencias identitarias sobre el planteamiento internacionalista continuará en los años siguientes, una época, la de las primeras décadas del novecientos, en las que la lógica nacionalista se enseñoreó de Europa, precipitando al viejo continente en tremendas guerras. En el congreso socialista de 1918, el PSOE asumió parcialmente una propuesta de su militancia catalana, que era parte del ideario republicano, a favor de una confederación de nacionalidades, aunque se negó a estructurarse mediante federaciones de partidos territoriales. La conjunción republicano-socialista era ya un hecho que pretendía desbordar a la Monarquía, convirtiéndose el apoyo a una autonomía catalana como parte de esa estrategia. Destacó ahí Julián Besteiro, quien en sus discursos parlamentarios buscaba la equidistancia frente a la pugna de la derecha catalana contra la española. Pese a ello, los postulados de Besteiro fueron derrotados en el Congreso Extraordinario de 1919, al entender los militantes socialistas que contribuir a acentuar los sentimientos regionalistas dificultaba el internacionalismo de la lucha obrera.

De la dictadura de Primo de Rivera, el PSOE salió convencido de que tenía que dejar de ser un actor marginal en la Historia. Y cuando comprendió que para eso debía de resolver sus controversias ideológicas, advirtió su precariedad. Mientras que Fernando de los Ríos entendía que el federalismo era una cosa del pasado e Indalecio Prieto imbricaba como nadie socialismo y progresismo en la estela abierta por Pablo Iglesias, Luis Araquistáin defendía un Estado regional, bajo la terminología de federal. La llegada de la Segunda República en 1931, cuyos más longevos militantes recordaban el experimento federal de cincuenta y ocho años antes, facilitará esta última lectura y Cataluña contará por primera vez con un estatuto de autonomía.

La Guerra Civil y la represión franquista conllevará una total deslegitimación del nacionalismo español por parte de la izquierda. Fruto de ello, es que en la Transición Democrática, el PSOE asumiese plenamente el federalismo, incluido el derecho de autodeterminación de los pueblos. Estratégicamente, los socialistas entendían que solo así podrían ser la fuerza hegemónica de la izquierda, mediante la confirmación de su implantación en Cataluña y País Vasco, como paso previo a lograr el poder democráticamente en toda España, como hicieron en 1982. Ya desde la Moncloa, el PSOE diseñó la España de las autonomías, que con sus fallos ha sido la fórmula territorial más exitosa de todas con las que ha contado España.

La Guerra Civil y la represión franquista conllevará una total deslegitimación del nacionalismo español por parte de la izquierda. Fruto de ello, es que en la Transición Democrática, el PSOE asumiese plenamente el federalismo, incluido el derecho de autodeterminación de los pueblos. Estratégicamente, los socialistas entendían que solo así podrían ser la fuerza hegemónica de la izquierda, mediante la confirmación de su implantación en Cataluña y País Vasco, como paso previo a lograr el poder democráticamente en toda España, como hicieron en 1982. Ya desde la Moncloa, el PSOE diseñó la España de las autonomías, que con sus fallos ha sido la fórmula territorial más exitosa de todas con las que ha contado España.

El problema para el PSOE actual es pretender mimetizar ahora aquella estrategia, porque las cosas han cambiado. El desafío de la oligarquía catalana ha puesto de relieve las sombras del Estado Autonómico construido y, sobre todo, ha revitalizado el nacionalismo español, sobre el que las nuevas generaciones no sienten un rechazo visceral, como lo tuvieron las anteriores reprimidas por el franquismo. El ejemplo de Ciudadanos, creciente en sus apoyos, es evidente, mientras que el despeñamiento de las opciones presidenciables del nuevo Pablo Iglesias, incapaz de leer el referéndum vivido en los balcones, debería hacer reflexionar al PSOE, cuya capacidad de mantenerse como fuerza hegemónica de la izquierda pasa por aceptar el nacionalismo español, sin por ello traicionar su origen internacionalista.

Al menos hasta que el ser humano se haga mayor de edad y supere el largo sarampión de la identidad nacional capaz de condicionar su existencia, algo que, visto lo visto, queda aún muy lejos en el tiempo.

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