miércoles, 4 de abril de 2018

La violencia y el `procés´

Toda la estrategia independentista, elaborada por su elite dirigente, pasaba por presentar el procés como una acción sin violencia, como un movimiento amable. Se trataba de la revolución de la sonrisa, como algunos miembros de esa oligarquía explicitaron en diversas ocasiones a los medios de comunicación, mientras publicitaban su actuación. Frente a ellos, sostenían, la brutal España, encadenada a su sanguinolento pasado, perpetraría la única violencia existente antes de vivir el ansiado sueño de una Cataluña independiente. Ese era el relato difundido.

Basta recordar, la utilización de la torpe violencia de la Policía Nacional y Guardia Civil el 1 de octubre, en la que los propios servicios de emergencias de la administración catalana, evidenciando toda una organización y estructura del proceso soberanista, hablaron de miles de heridos, cuando ni una decena de ellos merecía, desgraciadamente, tal calificativo y el resto solo el de contusionados o meramente afectados psicológicamente ante las cargas policiales. En cambio, las imágenes de la agresión a un agente con una silla cuando entraba en un colegio electoral o la huida de la Guardia Civil de un pueblo a pedradas pasaban inadvertidas, ante el poderoso relato construido por esa oligarquía dirigente, que además había conseguido que hasta entonces todas sus anteriores movilizaciones, algunas de ellas de centenares de miles de personas convocadas por ese instrumento denominado Asamblea Nacional Catalana, fueran pacíficas e incluso festivas. Ellos eran la gente normal, frente a los represores.  

La elite independentista siempre fue consciente de que la repercusión penal a su actuación delictiva, consistente en subvertir el orden constitucional, sería escasa si eran inimputables como instigadores de violencia, ya que en ese caso decaía el delito de rebelión, limitando su responsabilidad a la malversación de caudales públicos, penado con solo ocho años de cárcel, y a la desobediencia, sancionada de una manera meramente administrativa.

Es por ello, que será muy relevante la consideración jurídica de si hubo o no violencia en el procés, ya que en caso afirmativo los reos podrán ser imputados por rebelión y condenados hasta a treinta años de cárcel. Ayer, la Fiscalía alemana apreció alta traición y estimó que la acusación de rebelión se sostiene con lo alegado por el juez del Tribunal Supremo, Pablo Llanera, que entiende que en el referéndum del 1 de octubre hubo violencia por parte del separatismo. Finalmente será el Tribunal Supremo como tal el que deberá considerar o no acreditado tal delito de rebelión, precisamente al estimar o no si existió violencia.

Eso es lo que se juega hoy en día.  De cara al futuro, esas elites soberanistas parecen haber renunciado a la sonrisa. Al menos, si no a la suya, sí a las de sus bases. De hecho, cada día el nivel de violencia aumenta. Pero eso se lo dejan a las masas, como hicieron con la concentración a las puertas de la Consejería de Economía para intimidar a una comitiva judicial el 20 de septiembre, preludio del golpe de Estado perpetrado en el Parlamento catalán. En concreto, ese papel se lo dan a la vanguardia de las masas. A los pomposamente denominados Comités de Defensa de la República.  

¿Y quienes forman esos CDR? Gente de la izquierda nacionalista que en muchos casos comparten militancia con las CUP y sus diversas corrientes internas, los mismos que han amenazado a jueces como Llarena, señalando a todo aquel que no merece vivir en la distopía que ellos construyen.

¿Y cuántos son? Las estimaciones policiales hablan de unos 350 comités, repartidos territorialmente no solo por Cataluña, sino por lo que ellos entienden como Cataluña, es decir, incluyendo a los que otros muchos llamamos Comunidad Valenciana e Islas Baleares. Si adjudicamos la modesta cifra de diez o quince activistas por comité, estaríamos hablando de unas cinco mil personas, radicalizadas ideológicamente hasta extremos, que nos recuerdan borrascosas épocas pasadas.

Tal vez no sean un número suficiente para llevar a cabo una revolución, pero, como demostró la de Octubre de 1917, nunca hay que subestimar la capacidad de una vanguardia a la hora de arrastrar al resto de la sociedad, máxime si una parte considerable de ella se encuentra predispuesta a sus postulados. De todo ello es plenamente consciente esa elite directora del procés, que mantiene helada su sonrisa y sigue pretendiendo pagar un escaso peaje a su actuación, pero que parece haber decidido dejar a sus vanguardias que se partan la cara por ellos, en búsqueda, sí, de un hecho violento especialmente grave, a ser posible rentable desde la óptica del victimismo, que lleve a una dialéctica de acción/reacción, que cohesione el independentismo y extienda el número de sus adeptos hasta la victoria final.


¿Les suena? 

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