jueves, 29 de junio de 2017

Girona

Ayer pasee con mi esposa por Girona, en una visita muy placentera por aquella ciudad cercana a la Costa Brava, esa porción tan bella del Mediterráneo, donde pasamos unos días de vacaciones. Hoy lo hará el rey Felipe VI. 

El monarca podrá ver la profusión de esteladas colgando de los balcones de las casas. Muchas de ellas enarboladas como una exhibición de sentimientos legítimos. Y también otras como expresión de un activismo político que ante la visita de Felipe VI redobla sus esfuerzos por presentar al pueblo catalán como monocorde en su reivindicación independentista. Es lo que tienen los activistas, que convencidos de la bondad innata de sus postulados no paran en sus esfuerzos, ni reflexionan sobre si sus aspiraciones pueden violentar a los demás, ni sobre las consecuencias negativas que pueden tener sobre otros su invasión de los espacios públicos. Por supuesto, que tales críticas no son propias de los independentistas catalanes, sino en general de todos aquellos activistas que sus aspiraciones pretenden imponer, convencer dirán ellos. Con toda la vehemencia posible, la misma que en su magnitud provoca incomodidades a quienes tienen otros sueños.

Ajenos a esos pensamientos, paseábamos mi mujer y yo, dejándonos llevar por los logros arquitectónicos y urbanísticos de una ciudad tan bella. Primero deambulamos por la parte medieval. Visitamos el puente de piedra y el de hierro, basado en los trabajos de Eiffel. Pero sobre todo nos entusiasmó el barrio judío, prueba evidente de la diversidad que en otra época disfrutó la ciudad. Sus tortuosas callejas, sus patios, sus inscripciones y pequeñas tallas labradas sobre la piedra nos recuerdan que existió otra Gerona, allá en aquellos siglos medievales. También disfrutamos de esas iglesias y palacios, con sus bellas escaleras, que no desmerecen la mejor expresión del gótico catalán, un arte que exportó aquel pueblo diverso cuando surcó los mares de la Mediterranía llevandolo a Baleares, Sicilia y Nápoles, provocando nuevos y enriquecedores mestizajes.

También gozamos de la hospitalidad de sus gentes, volcándose en responder las preguntas y dudas de una pareja forastera, sin importarles el idioma. Especialmente, aquella taquillera del Teatro Municipal, al que se accede desde el Ayuntamiento, en una maravillosa metáfora de lo parejo que puede ser la comedia y la política, pero también la tragedia. Aquella mujer se desvivió por mostrarnos huellas del pasado judío, como el árbol de la vida labrado en el dosel del salón de plenos municipal, recomendando el silencio a lo tratado en aquel ágora.

Después, desandando el puente de piedra, pasamos a la otra orilla, donde la burguesía liberal decimonónica construyó su ciudad, con amplias avenidas. Allí disfrutamos de ese maravilloso ensanché, que vemos repetido en tantas ciudades, pero que no por eso deja de tener sus propias singularidades en cada una de ellas, como en Madrid, Bilbao o San Sebastián. También cuenta Girona con una típica plaza cuadrangular, como la de tantas ciudades españolas, que es el epicentro de esa ciudad liberal que crearon los gerundenses de hace cinco y seis generaciones. 

Esa plaza tiene un monumento central a los caídos en la Guerra de la Independencia, frente al invasor francés Y la propia plaza se llama de la Independencia. 

Eso fue hace doscientos años, cuando aquellos liberales construyeron la nación española. Ahora muchos de los nietos de los nietos de aquellos construyen otra nación. Tan artificiosa como la otra, circunstancia que debería mover a reflexión para rebajar vehemencia y activismo, aunque solo sea para evitar tragedias.

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